En el año 2024, marcado por las elecciones presidenciales, nos encontramos inmersos en un momento de polarización y efervescencia política. Para algunos, este período despierta entusiasmo y esperanza, mientras que para otros, genera descontento y desconfianza. Dicho esto, todos, sin excepción, nos vemos afectados por las actividades políticas que moldean el curso de nuestro país, ya sea que optemos por mantenernos al margen o que nos involucremos activamente en ellas.
Como observadora y ocasional participante en el escenario político dominicano, he sido testigo de su evolución desde mi infancia. Recuerdo con cariño cómo mi abuelo, fiel militante del PRD en sus días, me deleitaba con las apasionadas proclamas de Peña Gómez que resonaban en nuestro modesto radio. En aquella época, cada caravana política que pasaba frente a nuestra casa era motivo de júbilo, y yo no dudaba en corear a todo pulmón las canciones temas de los diferentes partidos, aunque hoy en día me haga cuestionar mi propia cordura al recordarlo.
Sin embargo, con el paso del tiempo, mi percepción de la política comenzó a cambiar. La adolescencia me llevó a cuestionar la integridad y el propósito de nuestros líderes políticos, mientras la corrupción y la falta de ética se volvían temas recurrentes en las conversaciones cotidianas. La política, que una vez me había hecho sentir parte de algo más grande y significativo, ahora evocaba sentimientos de vergüenza y desilusión. Aún así, me resultaba impactante y fascinante ser testigo de las acaloradas discusiones durante los debates políticos, donde las emociones afloran y las ideologías chocan de manera apasionada.
No obstante, a medida que ingresaba a la adultez y profundizaba en la historia de mi país, redescubrí lentamente mi sentido de patriotismo y el deseo de contribuir a un cambio positivo.
Sin embargo, me pregunto: ¿qué causó este cambio en mi percepción durante mi transición de la niñez a la adolescencia? ¿Por qué la política, una vez motivo de orgullo y conexión, se convirtió en sinónimo de desilusión y desconfianza? ¿Es acaso ingenuidad pensar que aquellos que se dedican a la política lo hacen por el bien común, o existe una realidad más sombría detrás de los bastidores?
Nos enfrentamos a un dilema: ¿quién o qué es responsable de esta percepción negativa de la política en nuestra sociedad? ¿Son los ciudadanos quienes han perdido la fe en sus líderes, o son estos últimos los verdaderos culpables de haber traicionado la confianza del pueblo? Estas interrogantes persisten, desafiándonos a reflexionar sobre el papel de la política en nuestras vidas y el camino hacia un futuro más esperanzador.
En mi búsqueda por comprender mi identidad política y reflexionar sobre el presente y el futuro de mi país, me encuentro inmersa en un mar de cuestionamientos. ¿Deberíamos aceptar pasivamente el statu quo político, resignándonos a una realidad que no nos satisface? ¿Es la participación en la política una empresa digna, o acaso se ha convertido en un terreno minado de desconfianza y corrupción que debería avergonzarnos? ¿Podemos vislumbrar un horizonte de cambio a largo plazo, o estamos condenados a una perpetua lucha contra molinos de viento?
Enfrento estas incertidumbres con valentía, pero también con un profundo sentido de responsabilidad. ¿Quiénes son los agentes del cambio en nuestra sociedad? ¿Son los políticos electos los únicos responsables de transformar nuestro destino, o recae en cada ciudadano la carga de exigir y contribuir al cambio que anhelamos? ¿Es la lucha por una sociedad más justa y equitativa una empresa que vale la pena, o debemos resignarnos al nihilismo, aceptando un destino predeterminado de decadencia y desesperanza?
Estas preguntas, lejos de buscar una respuesta inmediata o conclusiva, representan los pilares de mi reflexión. En un país donde las interrogantes superan con creces a las respuestas, tengo la convicción de que, al plantear las preguntas correctas, estamos un paso más cerca de encontrar las soluciones que nuestra sociedad necesita desesperadamente.
El Corazón de una Niña
En el aire vibraban tonadas de historia,
y la niña Joyce, con ojos de gloria,
de apenas siete años, su corazón al frente,
sentía el arrullo de un lazo potente.
Héroe y pequeña, unidos sin ver,
en lucha de antaño que llega a su ser.
Era apenas un hilo en el tejido grande,
un soplo que en el viento de los tiempos se expande.
En su pecho infantil, un mundo latente,
en cada nota brota, en cada gente,
parte de algo más, aunque pequeña y suave,
era eco y era luz, de un pasado que alumbra y sabe.
Joyce N. Vilomar