Imagina esto: una isla conocida por su gente escandalosa, alegre y siempre lista para una buena fiesta. Una isla donde el calor del verano (y de otras épocas del año también) se apaga con una cerveza vestida de novia. ¿Te suena? Déjame darte más pistas.
En esta isla, la gente siempre busca el lugar más cercano donde suene un buen merengue o bachata (muchos preferirían un dembow, aunque yo todavía no he llegado a apreciarlo). Ah, y por supuesto, en cualquier rincón se arma un coro para celebrar tanto los grandes eventos como los más pequeños. Ahora ya lo sabes, ¿cierto? Exactamente, estamos hablando de nuestra querida República Dominicana.
Ahora te hago otra pregunta: ¿te sentiste identificado con lo que acabo de mencionar? Mientras leías las líneas anteriores, ¿pensaste: “sí, todo eso suena como República Dominicana”?
Antes de que respondas, permíteme hacer una confesión. No me siento identificada con la imagen estandarizada del dominicano. Y estoy segura de que ahora mismo me estas crucificando mentalmente por herejía y te dispones a cerrar esta pestaña lo más pronto que se pueda, pero permíteme contarte un poco más.
Desde que tengo memoria, mi personalidad ha sido un enigma para los demás. Soy introvertida, pacífica, callada y extremadamente observadora, una combinación que parece fuera de lugar en una cultura donde el ruido y la algarabía son casi sinónimos de identidad nacional.
Al contrario de lo que le sucede a la mayoría, no me siento cómoda con la idea de asistir a una fiesta con música estruendosa, bailes y bebidas. En cambio, mis mejores momentos son aquellos que paso sola, perdida entre las páginas de un libro, estudiando o disfrutando de un documental sobre la vida de Joaquín Balaguer (o sobre Trujillo, dependiendo de mi humor ese día).
Esta singularidad no ha estado exenta de comentarios y miradas extrañas. “¿Eres dominicana de verdad?”, me preguntan con incredulidad. “¿No te gusta bailar?”, “¿Y qué haces para divertirte si no vas a fiestas?”, “Tu si eres pendeja, tienes que avivarte”, “A ti te hace falta más calle y tigueraje”.
A causa de esas frases, he notado que ser introvertida en República Dominicana es como ser una mata de orégano en un campo de caña de azúcar. Destacas, no por tu altura (aunque eso ya también lo hago), sino por tu sutil y única fragancia.
Ahora, quiero aclarar que mis palabras no tienen intención de declarar que una personalidad es mejor que la otra. Al contrario, disfruto de ver a las personas reír fuertemente, de gozar mientras bailan un merengue, de compartir abiertamente con los suyos. Y eso es porque aprendí que en todas las personalidades hay belleza.
Es por esto por lo que durante un tiempo me costó aceptar que soy diferente al resto. Me preguntaba: “¿Por qué puedo disfrutar de verlos, pero no unírmeles?” Siempre me preguntaba qué era lo que estaba mal en mí. Por decirlo de alguna manera, me sentía como un bicho raro.
Y es que claro, ¡somos seres sociales! Todos y cada uno de nosotros queremos ser aceptados por esos que llamamos nuestra gente, y el formar parte de la manada nos hace sentir seguros y protegidos.
“¿Y tú eres dominicana?” Sí, soy dominicana. Pero ser dominicana no significa que todos tengamos que encajar en el mismo molde. La diversidad de personalidades es lo que realmente enriquece a cualquier cultura.
Quizás no me verás liderando un coro en una fiesta del barrio, o bailando al ritmo de una salsa, pero sí me encontrarás en una sentada en una mecedora en la tranquilidad del balcón de mí casa, escribiendo mis pensamientos o disfrutando de uno de los volúmenes del El Señor de los Anillos.
Ser dominicana, para mí, es más que la algarabía, las bebidas y ruido; es un sentido profundo de pertenencia y amor por mi tierra, incluso si lo expreso de una manera más silenciosa y contemplativa.
Porque al final del día, ser dominicano es más que merengue, cervezas y fiesta; es una experiencia única y personal, tan variada como los colores debajo del mar al sur de nuestra pequeña isla.